“La mano que había tocado el frasco olía con gran delicadeza y cuando se la llevó a la nariz olfateó, se sintió melancólico, dejó de andar y olió. Nadie sabe lo bueno que es realmente este perfume, pensó. Nadie sabe lo bien hecho que está. Los demás sólo están a su merced de sus efectos, pero ni siquiera saben que es un perfume lo que influye sobre ellos y los hechiza.” El Perfume, Patrick Süskind.
En el rito de probar un buen vino entran en juego, al menos en la primera parte, dos de los sentidos con los que más placer sentimos al degustar alimentos: el olfato y el gusto. Pero más de uno estaría de acuerdo en añadir a este juego el resto de los sentidos, pues quien sabe disfrutar de este elixir de sibaritas goza desde el momento en el que oye que se descorcha una botella o se vierte el líquido en una copa de cristal.
Saber apreciar el sabor de un tinto, un rosado o un blanco, requiere una experiencia y unas papilas gustativas bien entrenadas.
Eso es lo que nos explicaba el periodista y vinicultor Carles Pastrana, dueño de una de las bodegas más prestigiosas de El Priorat junto a su mujer, Mariona Jarque. Para Pastrana, tomar vino es una experiencia que no se puede describir con palabras ni puede ser igual para todo el mundo: “El gusto es diferente según el olfato de cada uno.” Esto quiere decir que clasificar los vinos según la excelencia de sabor, es una tarea bastante inútil ya que dependerá de los gustos individuales de cada persona.
Evidentemente, como aclaraba el especialista, existe una gran diferencia, abismal para algunos, entre un vino bueno y uno malo. Así que quienes tienen a su paladar acostumbrado a los sabores más caros, difícilmente recurrirán al tetrabrik para acompañar sus comidas.
Entonces, ¿cómo saber apreciar un buen vino?
Está claro que a la mayoría de gente que esté en mi mismo caso, se nos escapan una gran gama de matices cada vez que nos llevamos a la boca una copa de vino: si el vino es poco o muy afrutado, si predomina la sequedad o el dulzor (según el grado de azúcar), si tiene cuerpo; y en definitiva otros aspectos que ahora nos resultan bastante lejanos: el potencial de guarda, la contención de madera, o el nivel de taninos (substancias adquiridas de algunas plantas que provocan una sensación de aspereza en el tacto). Todo ello recrea una complejidad en la experiencia de beber cuyos secretos sólo se pueden desentrañar después de haber realizado muchas catas.
Dulce, seco, áspero, afrutado, ácido…da igual qué combinación contenga mientras el conjunto sea armónico. Ningún elemento debe desafinar porque, como indicaba Pastrana, estropearía el resto de la obra.
La conclusión es algo paradójica: se sabe que un buen vino es como cualquier otra obra de arte. Conlleva sus técnicas, algo de inspiración y el placer de percibirlo a través de los sentidos. En este caso, de muchos. Pero de todos modos, se trata de un disfrute individual. El gusto de un vino puede variar incluso según nuestro estado de ánimo, así que los sommeliers del mundo podrán seguir ejerciendo su trabajo pero una obra de arte siempre abre los ojos, o el paladar, de quien la sabe apreciar independientemente de sus conocimientos.
Después de habernos dejado con la miel en los labios, con ganas de saborear uno de esos magníficos vinos de Clos de l’Obac de Pastrana, me quedo con las ganas de hacer prácticas sobre esas catas sensoriales. Pero seguiré admirando a quien, como el personaje de la novela de Süskind, tiene una capacidad extraordinaria para captar el mayor número de olores o sabores que los sentidos humanos pueden llegar a percibir.
Patricia Porteros